Cuando caía y caía, las luces de mis ojos se apagaban, volvían en sí y se apagaban de nuevo: una certeza de mi inminente muerte. Podía ver el fin mientras me acercaba más al suelo, y ningún final es más trágico que aquel del que sabes que no hay retorno. Cerré mis ojos parcialmente ciegos y entonces esperé lo peor.
Nada. ¿Por qué no he muerto aún? Abro los ojos y me doy cuenta de que dejé de caer; ahora estoy suspendido entre el cielo y la tierra. El aire que antes sofocaba mi caída ha desaparecido, y en su lugar hay una calma extraña, un silencio absoluto. Las montañas, el cielo claro, las estrellas, los planetas en la lejanía... todo se une en un solo panorama. ¿Por qué?
Y nunca más caí, nunca más sentí el vértigo de la muerte. Incluso hoy es difícil de explicar, pero puedo intentarlo en breves palabras: en ese momento me resigné a la tragedia de mi vida, a su fin infame. Aceptarlo es una de las condiciones para ser libre, porque he pasado esa página y, aunque a veces la retome, no es para quedarme anclado ahí, sino para asegurarme de que aún existe ese vacío aterrador que, con sorpresa, inspira. Ya no es resignación, es un aprendizaje, como todo lo que he aprendido desde que nací, y que un día acabará con otra caída. Pero primero tengo las montañas y a las personas que quiero, que también caen, aunque de un modo distinto al mío. Algunas de esas personas caen más rápido; otras, como yo, están suspendidas o caen ligeras como una pluma. Las veo, y hablan, sienten, lloran. Vamos en el mismo barco, pero el mar es extenso y los caminos a veces parecen infinitos.